lunes, 13 de enero de 2014

Los instantes de la lectura




Existe un instante en toda lectura que apenas se advierte. Un instante de vacío. Tal vez se medita y se le concede un breve tiempo de dispersión. Acaso se produce un dulce transcurso en que solo se piensa en las musarañas. Es cuando el lector hace una parada y no suelta el libro. Existen múltiples variantes. Son como poses, pero también caricias. El libro se palpa solamente. El libro no se cierra y se introduce un dedo para que no se escape la página. El libro se coloca sobre el regazo. El libro se coge con ambas manos y se aproxima al mentón. El libro se cierra, marcapáginas de por medio, y se acaricia su portada o su lomo. El libro se deja sobre los muslos con la palma de la mano depositada sobre la doble página abierta. El libro se levanta y se frota contra una de nuestras sienes. El libro se eleva por encima de nuestra cabeza como emblema, enarbolado por una mano que no es ni mano alzada ni puño obtuso, sino otro estado. El libro se deja contorsionar por los diez dedos. Salvo en esos momentos de traición suscitados por la somnolencia nocturna, en que el libro puede deslizarse y caer, tendemos a amarrar el libro. Es el libro materia, no solo el libro texto. Un volumen, un tamaño, una textura, una calidez, un aroma. Un símbolo histórico. Un soporte cuestionado. La percepción que el libro aún ofrece y que el ebook no creo que todavía aporte. Tal vez por eso me guste esta fotografía de Marta Vicente. El libro se acuna. El libro se tensa como adarga. El libro va a proyectar los rayos del sol como un espejo. Las manos miman un cuerpo. Una otra clase de cuerpo. Tal vez el cuerpo que más tocamos.


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