viernes, 11 de abril de 2014

Diario de una tristeza, de Manuel González




Presentado por Yolanda Izard, ayer jueves por la tarde compartimos la presentación de Diario de una tristeza, último libro de poemas de Manuel González. La presentadora nos ha pasado amablemente el texto que leyó para dar a conocer el poemario de González.



Yolanda Izard


Buenas tardes, queridos amigos, bienvenidos a este espacio de encuentro con la poesía y muchas gracias por acompañarnos. Voy a intentar ser breve pero al mismo tiempo no dejarme nada en el tintero sobre este libro de poemas, “Diario de una tristeza”, que contiene una buena cantidad de sustancia, y por tanto seguiré la máxima de Juan Ramón Jiménez: la suprema moralidad de la brevedad. Manuel González ya recibió su bautismo de poeta impreso con su poemario “Eslabón roto”, que presentó el año pasado en la Casa Zorrilla, pero no se agota el poeta en una sola visión, que diría Aníbal Núñez, y tenía mucho todavía que decir, como lo demuestra con este segundo poemario, publicado por la editorial Origami. Manuel González, aclararé a quienes no lo conozcáis, aunque procede de San Sebastián, lleva viviendo entre nosotros desde los dieciséis años y es licenciado en Filología Hispánica, pero sobre todo es poeta en el sentido más amplio del término. Yo al menos, aunque no lo conozca demasiado, lo veo así: un poeta entregado a su oficio con una pasión y una incondicionalidad solo dignas de aquellos que llevan la escritura en su sangre y en su corazón.

¿Por qué diario de una tristeza? Todos sabemos lo que es un diario, qué nos arranca del silencio para hacernos palabra, y todos sabemos lo que es la tristeza, qué condiciones tiene que soportar el hombre para adquirir la conciencia de que no es posible separarnos de la melancolía o la pesadumbre, qué sueños se nos habrán de romper por el camino de la vida, y cuánto daño hemos de soportar. A veces la tristeza no es sino una sencilla protesta contra el desamparo. A veces la tristeza no es sino una modesta toma de posición contra la injusticia del mundo. Contra la falta de cordura, de amor, de comprensión, de compasión. Pero a veces también, como veremos en este poemario, la tristeza es el punto de partida del ser que no se conforma con los desatinos terrestres y que busca en sí mismo y en lo otro, en el gran Ello del mundo, la liquidación del transitorio estar y su sustitución por el ser verdadero. Decir todo esto con palabras es todo cuanto puede hacer un poeta, pero qué importante es su labor. Los sentimientos, las emociones, una vez vividas, pasan y se desvanecen, pero las palabras, si son el reflejo verdadero de esas emociones, abren la conciencia y, como en un espejo, multiplican la sensación de verdad, no solo en el poeta, sino en el propio lector. Y además perduran.




La conciencia de ser hombre sobre esta tierra no sería la misma sin los poetas. NI siquiera los científicos son capaces de ofrecernos tanta información sobre lo que habita y late en nuestro interior, lo que en nuestras entrañas se gesta. Cuando un poeta como Manuel dice: “El amor, cuando llega, / lo hace a través de lágrimas de ceniza, / luego deja máscaras en la almohada” no está hablando solo del amor, ni de la ceniza en que se convierte su ausencia, ni de cuántas caras puede mostrarnos, además está hablando de cada uno de nosotros, de nuestros sueños perseguidos y malogrados, de nuestra incapacidad para sostenerlos. Está hablando de una tristeza esencial que tiene que ver con el simple hecho de estar vivo, de algo cuya explicación se nos escapará siempre pero cuyo reflejo, aunque huidizo, podremos leer en versos como estos de Manuel. El poema abre el duro caparazón de la realidad y muestra lo oculto, lo invisible, lo inasible.

Escribir un diario también puede ser un desahogo. El  diario además puede tener una función descubridora ya que es el depositario de esas emergencias del subconsciente que solo brotan cuando somos capaces de suspender parte de nuestra lógica. Por tanto, no puede haber mejor forma de acercarse al diario en cuanto vehículo de conocimiento  de uno mismo que la poesía, que es la gran aliada del subconsciente, pues funciona más que con lo racional, con la intuición, que es la que da sabiduría a nuestro corazón.

Manuel González y su Diario pactan con las estaciones la entrega de su vida íntima presidida por una tristeza que tiene mucho que ver con un preguntarse sobre la propia identidad y sobre el desencuentro amoroso. La división del poemario en cuatro partes correspondientes a cada una de las estaciones, comienza en este libro con el invierno, que, paradójicamente, en el mundo de los topoi literarios representa el final, el punto de llegada sin más posibilidad de regreso. Pero aquí Manuel invierte los esquemas y nos muestra el invierno, la desolación del desamor, como un punto de inflexión necesario para construir sobre las cenizas, sobre sus escombros, sobre el naufragio afectivo, los paramentos de una regeneración. Porque, no sé si lo he dicho, este es un libro de desamor que se va convirtiendo progresivamente en un libro de amor. Es más, este es un libro de desamor y de amor que se va convirtiendo paulatinamente en un libro de búsqueda espiritual que se resuelve en el hallazgo del otro, a través de la comunión con el mundo.




Nadie dice el amor de la misma manera. Manuel lo dice en voz baja, como su ángel de la guarda, lo dice con humildad, sin grandilocuencia ni aspavientos. Tiene una emoción y trata de expresarla con una escritura cercana y sencilla, quizá por eso mismo cuando llegan sus metáforas, sus prosopopeyas, estas brillan y casi resplandecen. Y todas ellas se sustentan de tres elementos temáticos:  el amor o el desamor, la tristeza y la meditación sobre lo que sea ser hombre; y de un correlato poético: lo inanimado como trasunto de su sentir. Desde el primer poema de la primera parte, Invierno, se nos muestra este deseo del amor en toda su plenitud:

“Como el tacto de gotas de lluvia / dormidas sobre una flor / tuve el sueño de ser parte de ti.”

El invierno de Manuel tiene sed de un amor que parece escapársele siempre. Hay fechas explícitas, 11 de febrero, que es como se titula uno de sus poemas, y temas diversos que siempre remiten y desembocan en el cuerpo de la amada, visto como un paisaje de heridas que el poeta prefiere olvidar: p. 8: “Prefiero cerrar el mapa / y no tropezarme con tu recuerdo.” El otoño es aún la estación del amor triste, de un amor que no acaba de vivirse en los pronombres, como diría Salinas, porque su sentir nace ya lleno de pesadumbre y por eso sus poemas se ciernen en metáforas y personificaciones, caen llenando los versos de objetos y realidades que son el trasunto poético de su desolación, como esas manos, por ejemplo, que caen con la misma tristeza de las hojas de otoño.

Es el invierno, es el otoño que habitan entre el deseo y la inquietud vital, la frustración y el vacío desesperanzado y que tiene su indiscutible alianza con la tristeza que preside estas dos primeras partes del libro. ¿Qué hay detrás de esa tristeza que se proclama inseparable de la existencia? Hay una “llama exhausta”. Un “jardín de rosas negras”, “Una casa en ruinas”. Hay “un hombre que duerme rodeado de escombros”, un hombre que “no se reconoce en el espejo, que es la imagen del hombre partido”. Hay “el espacio feroz de la noche y su lenguaje cruel ante el espejo”. Y hay sobre todo una soledad que lo envuelve con un helado manto de emociones que tienen que ver con el desarraigo: La sensación de ser un extraño en la propia tierra. La de vivir una vida a la que le han robado su misterio. La de ser el último fantasma cosido al viento.

Es una soledad tan vívida, tan intensa, que ni siquiera puede matizarla la comunicación amorosa; es más, del propio cuerpo, ensamblado a la palabra, nace esta soledad, como tan bien lo expresa Manuel en estos versos: “Llegada la noche, /  bebí de tus pecados / con el ansia del hombre moribundo, / y vi la soledad cómo brotaba / de tu palabra desnuda.” ¿No hay remedio contra la soledad? No en estas dos partes, que tientan el nihilismo, que desconfían incluso de la capacidad del amor para someterla: “Amarla fue abrazar la soledad. / Las palabras se desprendían amarillas, / escondieron los caminos de vuelta”. P. 26




Pero el poeta sabe que de la sombra puede nacer la luz, que de los escombros alzarse una nueva vida y regenerarse, como el ave Fénix de su poema: “Fue necesario decirte adiós / para quemarme. / Mi verbo necesitó luz, / pronombres personales, / beber de hortensias azules.” Y aunque estemos escindidos, aunque, como él tan bien expresa, “La mano derecha escribe versos de acero” y “la izquierda concluye con violetas.” (p. 19) Manuel sabe también que desde nuestra identidad contradictoria, desde nuestra doble y a veces irreconciliable naturaleza, puede emerger aquel que se alce sobre el desamor, sobre el desarraigo, sobre la soledad, sobre la falta de comunicación con el mundo y con la amada, y ello gracias al amor. Sí, Manuel nos dibuja una verdadera resucitación sobre el nihilismo, la que permite que el desencanto anterior se traduzca ahora en una cita prometedora de Mihai Beniuc, que es la que abre la tercera parte, Verano: Igual que en el mes de agosto, / lloraré estrellas a montones.

“Déjame entrar”, dice Manuel. “Lo haré a través de tus ojos”. Y efectivamente, Manuel comienza a mirar aquí de otro forma el mundo. Mira y define la felicidad. Mira y define los tópicos culturales. Mira y vuela con los pájaros, los hijos del aire, ángeles de gesto rápido / que sacian su sed / con lágrimas del viento. Se mira, sobre todo, a sí mismo, desde ópticas distintas y quiere dejar de ser alguien lejano, alguien que aprenda a vivir sin temor a la belleza. Es ya ese otro que se plantea preguntas relativas a su naufragio, pues sabe que las preguntas son el inicio, que de las preguntas bebe el conocimiento. De esta forma surge el hombre nuevo, el que madura y tantea las infinitas posibilidades de la redención.

¿Y quién puede ser ese alguien nuevo sino el que se ama a sí mismo y es por tanto capaz de amar? La primavera, última parte del recorrido vital del poeta,  viene presidida por estos versos de Benedetti: “Qué buen insomnio / si me desvelo sobre tu cuerpo”. El camino espiritual de la búsqueda de uno mismo en el otro está llegando a su fin. Desamor, soledad, desarraigo han girado inexorables sobre versos sostenidos por una atmósfera de vacío, que ahora se abre a otro mundo de plenitud y significación. Se reconstruye la identidad desbaratada desde la hoguera, las llamas y la ceniza para amanecer convertido en un hombre nuevo. “Quiero ser árbol, sendero”, dice en un poema. Todas las personificaciones en que sostuvo su identidad en las partes anteriores se convierten ahora en parte de un recorrido de plenitud, en el que la comunión con la naturaleza es esencial. Ahora sabemos que este libro trata también de un recorrido espiritual que, como en los ascetas, parte de la destrucción para hallar la luz. Por eso el poeta dice: Búscame en el lenguaje secreto de los pájaros o “en el mercado comprando algo de aliento”. Porque, “si unimos manos en un mismo pálpito”, llegará el tiempo de poner nombres a las cosas.

Sí, la primera y última función del poeta es la de nominar, la de poner nombre a nuestros sentimientos de vacío o de deseo, la de ir fijando con las palabras las claves de nuestra andadura por la tierra, la de preservarnos en ellas, porque ellas son lo que somos, porque somos  lo que ellas nos dicen. Hablar del desamor y entenderlo ha sido posible con las palabras de Manuel, y asimismo hablar del encuentro con el amor y entenderlo. Entenderlo  a través de versos como estos de Manuel: “A tu vientre llegan golondrinas, / y se quedan, / y anidan metáforas alrededor de tu cintura, / y la luz se hace humana / y el sueño un hecho posible / detrás del silencio.

O de estos otros, de absoluta comunión con ese mundo que, como dijo Jorge Guillén, a pesar de todo está bien hecho, y con los que acabo:

"Termina mi búsqueda.
Respiro el mar,
doy gracias,
el universo me ha prestado sus ojos.
Contigo acaba y empieza todo.
Es propicio el tiempo.
Vamos a vivirnos."
  


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